El juego Macabro

El único recuerdo que le había quedado a la familia Galván de aquellas horrorosas vacaciones en San Luis era el cuadro del fotomontaje de su hijo Cristian, disfrazado con gorro de marinero, navegando en una hermosa canoa por un río, con sus recién cumplidos nueve años.

Ya habían pasado casi diez años de aquel trece de enero del cuarenta y tres y los recuerdos atormentaban a la solitaria pareja. El más pequeño de sus hijos, Emanuel, había fallecido en esas vacaciones, ahogado en el embalse La Florida. Cristian estaba con él cuando murió. Según sus propias palabras dejó a Emanuel en la costa y se adentró solo en el embalse, luego su hermanito quiso alcanzarlo y se arrojó al agua. Cuando se dio cuenta de que no iba a llegar a la canoa y estaba lejos de la costa para volver, fue demasiado tarde. El chiquito murió ahogado, lo hallaron horas después muy lejos del muelle.

Cristian jamás superó ese episodio, al punto que tuvo que ser primero tratado psicológicamente para terminar internado en el hospital psiquiátrico de El Sauce. Había cierta confusión en los relatos y el la autopsia. A pesar de ser el mayor, Cristian era un niño. Desde esas vacaciones, sufría trastornos de personalidad, que iban desde estados de autismo absoluto a facetas psicópatas. Cuando comenzó a padecer tendencias suicidas fue internado de inmediato… y eso empeoró la situación. A sus casi diecinueve años aún permanecía encerrado, desquiciado y confundido.

A mediados del cincuenta, un extraño ritual se había puesto de moda. Lo traían los inmigrantes italianos, heredado de los pueblos africanos: la ouija. En Sudamérica se popularizó y en Argentina se lo modificó, acá se llamaba: “el juego de la copa”. Los religiosos lo había prohibido y los escépticos no se animaban a probarlo, pero fueron los espiritistas, tarotistas, médiums y brujos los que lo empezaron a usar… sin conocer las consecuencias.

Ramón y Estela Galván no tardaron en recibir los rumores y las noticias de este rito… a través del cual se podía hablar con los muertos, según decían. Averiguaron por el asunto y al cabo de dos semanas dieron con Eusebio López, una especie de médium que vivía en Rodeo de la Cruz.

El cura de su iglesia les comentó de la peligrosidad del juego, de sus fines paganos, de lo que significaba molestar a los muertos, pero ellos lo tomaron como exagerado y decidieron arriesgarse a la posibilidad de poder hablar con su hijo Emanuel, al que tanto extrañaban. Esa misma tarde decidieron reunirse con Eusebio.

El sol había desaparecido cuando llegaron. El cielo estaba negro, profundo, un viento mecía los árboles que arañaban las ventanas y los techos de la casa de Eusebio. De lejos se oían los ladridos de los perros y los grillos comenzaban a cantar. El frío de la noche pareció no sentirse cuando se abrieron las puertas… adentro el ambiente era gélido y húmedo, pesado, denso. Todo el piso estaba cubierto de velas, nuevas y viejas, no era la primera vez que se practicaba este juego, sospecharon. La casa estaba compuesta de una habitación principal, donde había una mesa con algunas sillas y una puerta, que presuntamente debería haber ido a la habitación de Eusebio.

Eusebio los recibió lúgubremente, les comentó la teoría de lo que se iba a hacer, que no tenía fines certeros y que no aseguraba el estado ni el ánimo del alma a buscar. Una cosa es preguntar si hay alguien – dijo – pero otra muy distinta es preguntar por alguien en particular… uno no sabe si esa persona quiere o no establecer contacto con nosotros. Junto con él había dos hombres y una mujer, uno de los hombres estaba más alejado y de traje. Habían venido solamente para ver que ocurría con el famoso juego de la copa, el de traje llevaba una cámara con la que pretendía documentar el suceso.

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La habitación estaba solamente iluminada por las velas del piso y algunos candelabros. Un olor a rancio inundaba todo. En una de las paredes había pintado un pentáculo, Eusebio les explicó a los Galván que era un amuleto de protección contra males, tanto terrenales como los otros. A los pies del signo aún yacía muerta una paloma decapitada, con su sangre se había pintado la estrella y el círculo.

Eusebio tomó asiento en una mesa redonda, a su derecha se sentaron los Galván y a su izquierda el otro hombre y la mujer, el fotógrafo se acomodó a unos metros, dejando la cámara lista para tomar cualquier movimiento. Se distribuyó un abecedario alfanumérico en círculo y dos botones de madera que contenían la palabra “si” y “no” respectivamente. En el centro de colocó una copa de vidrio. Eusebio tomó lo que quedaba de la paloma muerta y vertió la sangre de la misma dentro de la copa, negruzca y coagulada.

Pidió silencio e hizo que se tomaran las manos los integrantes de la mesa, cerró sus ojos y comenzó a recitar una especie de oración silenciosa. Todos lo miraron nerviosos. Al cabo de un rato pidió a todos que posaran su dedo índice de la mano derecha sobre la copa y que la mano izquierda la apoyasen contra la mesa.

– Emmanuel, ¿estas entre nosotros? – Dijo Eusebio en voz clara y firme. Si estás aquí te pido que nos des una señal.

Los cinco se quedaron en silencio, en un silencio que duró una eternidad… nada. No se escuchó nada, solo el ruido del viento y los grillos.

– ¡Emanuel! ¿Estas entre nosotros? ¡dános una señal! ¡Tu familia quiere saber de vos! – enunció el médium, esta vez en tono severo. Nuevamente hicieron un silencio eterno y nada.

– Emanuel… ¡respondenos hijo! – dijo Ramón al tiempo que miraba hacia los cielos.

– ¡Emanuel danos una señal ahora, te lo pido yo, Eusebio López, médium, guía entre los vivos y los muertos, vehículo hacia el inframundo!… ¡presentate ante nosotros ahora mismo! – ordenó el anciano.

– ¡Vamos, vamos! – pidió nervioso Ramón.

– ¡Emanuel! ¡Danos una señal de que estás aquí! ¡Yo te he invocado y te obligo a que te presente! – dijo casi a los gritos Eusebio.

Estela comenzó a sollozar, con ese llanto de quien está vencido, de quién pierde su última oportunidad, silenciosa y triste como hace años.

– ¡Esto es una farsa! – le dijo Ramón a Eusebio.

– ¡Hijo…! Hijo querido, te tenes que presentar entre nosotros, quiero saber cómo estás – dijo Estela entre sollozos. Necesito saber que estás bien, que estás en un lugar seguro, quiero saber que te pasó… ¡por favor hijito mío!… por favor – y rompió en llanto.

Entonces algo pasó… fue como un breve temblor, seguido de una brisa que apagó la mitad de las velas, aun estando las ventanas cerradas. Los cinco integrantes de la mesa se miraron perplejos, sin levantar sus dedos de la copa. El fotógrafo estaba bajo el cobertor de su cámara, listo para tomar una foto.

– Emanuel, ¿estas entre nosotros? – dijo firmemente Eusebio. La copa comenzó a tiritar y poco a poco se fue deslizando hacia el botón de “no”. Estela continuó llorando alterada.

– ¡Hijo! ¿Estás bien? – le dijo entre lágrimas. Sin titubeos la copa se movió hacia el centro y nuevamente hacia el botón “no”.

– ¡Dijo que no es Emanuel! – gritó Ramón a Estela.

– ¡Hijo! ¿Qué te pasa? ¿Por qué estas mal? – se apresuró a preguntar la mujer nuevamente.

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– ¿Quién sos? – preguntó a la vez Eusebio. La copa comenzó su danza nefasta hacia la “A”, luego hacia la “S”, la “E”, la “S”, la “I”, la “N” y la “O”… ASESINO.

– ¡No es Emanuel! – gritó Ramón. ¿Qué está pasando Eusebio? ¿Qué es esto? – dijo al tiempo que la copa se movía hacia el “Si”.

La pareja sentada al otro lado vio titubear a Eusebio.

– ¿Usted sabe lo que está haciendo? – le dijo el hombre.

– ¡Sí! – le respondió Eusebio. ¿Quién sos? – volvió a preguntar mirando hacia el techo.

La copa volvió a moverse violenta y marcó las seis letras que formaban la palabra MUERTE. La mujer, que había permanecido callada, comenzó a temblar.

– ¿Qué mierda está pasando? ¡yo me voy de acá! – dijo el hombre asustado.

– ¡No! – le gritó Eusebio – se tiene que quedar acá… ¡ni se le ocurra levantar ese dedo de la copa!

Entonces un ráfaga de luces descendió desde el techo girando en torno a los presentes, al tiempo que todo temblaba, Estela comenzó a gritar, una oscuridad aterradora se empezó a dibujar entre las luces… de pronto algo levantó a Eusebio de su lugar, el médium se vio obligado a quitar el dedo de la copa. Violentamente quedó sobre la mesa, y comenzó a ser arrastrado hacia las luces, la mujer, que justo estaba sentada a su lado, lo alcanzó a sostener, también quitando su mano de la copa, la cual se seguía moviendo eléctricamente en todas direcciones. La fuerza que elevaba a Eusebio hacia el centro de la oscuridad obligó a todos a soltar la copa e intentar bajarlo. En ese instante se tomó una de las fotos más macabras que existen sobre la fatídica noche.

La copa estalló en pedazos, cortando la cara de Estela y desparramando la sangre de la paloma por toda la habitación, en ese mismo estallido el cuerpo de Eusebio cayó hacia el otro lado de la mesa. De pronto el temblor se hizo más violento, el viento corría con furia fuera de la casa, una rama destrozó una ventana y las ráfagas entraron precipitadas a la habitación. Ninguno de los cuatro que aún estaban sentados se podían levantar, algo los retenía en las sillas, Eusebio quedó tendido sobre la mesa, al tiempo que los vidrios le laceraban el pecho. Entonces hubo un apagón repentino de las pocas velas que quedaban y todas las sillas ubicadas en el otro extremo de la habitación se levitaron y volaron hacia la mesa, quedando suspendidas sobre ellos, lastimándolos, girando diabólicas sobre sus cabezas, el viento aullaba la palabra “muerte” y “asesino”… el camarógrafo logró captar una última foto de ese momento, luego algo comenzó a apretar contra su pecho, se tocó con el brazo al tiempo que abría los ojos de par en par, inyectados en horror… lentamente se fue cayendo hasta quedar rendido, con su mirada hacia el infinito.

El pánico había ahogado la escena, en un halo de lucidez Ramón levantó la mesa por los aires haciendo volar vidrios, sillas, letras, números y botones. Tomó a Estela de la mano y salieron corriendo de aquel infierno. Abrieron la puerta de un tirón y huyeron hacia el auto, escapando de la casa de Eusebio a toda velocidad.

Esa noche condujeron por todos los pueblos que los separaban de su casa, dieron vueltas por el centro y por todas las calles iluminadas que cruzaban. La espantosa sensación de sentir que una sombra los acechaba los tenía nerviosos e intranquilos. Estela lloraba desconsolada, Ramón tenía una mueca de espanto imborrable en su rostro, el miedo los invadía y exasperaba. La madrugada los encontró frente a su casa, estacionados en la puerta. Luego de discutir unos minutos, ambos decidieron que no podrían descansar en ese estado, que lo mejor sería volver a la casa de Eusebio con luz del día para que él les dé explicaciones sobre lo ocurrido. Las palabras “muerte” y “asesino” no dejaban de sonar en la cabeza de los Galván.

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Ramón se dirigió nuevamente a la casa de Eusebio en Rodeo de la Cruz, atravesó la tranquera horas atrás destrozada por su auto, y serpenteó el sendero que separaba la casa de la calle. Lo que observaron fue un panorama desolador y tenebroso…

Todas las puertas y las ventanas de la casa estaban destrozadas, un árbol había caído sobre una pared lateral, destrozando el techo y parte del piso. Parecía que un vendaval había pasado por allí. Bajaron con precaución, luego de meditar un rato y llamaron a Eusebio, primero con palmas, luego con gritos. Llegaron hasta la puerta de la casa, completamente destrozada y no se animaron a ingresar. Dentro se veía el revuelo y el destrozo, el olor a rancio se fundía con el aroma del cebo de las velas. Lo único que se sostenía limpio era el pentáculo pintado en la pared. En un costado yacía inánime el camarógrafo, tieso, como una estatua horrorosa, aún con una mano en el pecho. Estela dejó escapar un grito.

De pronto sintieron ladridos al fondo de la casa y supusieron que Eusebio estaba detrás. Bordearon los escombros con cuidado, saltaron el árbol caído y vieron el más macabro de los paisajes… Eusebio, el hombre y la mujer estaban ahí. En el fondo, los tres, solitarios… colgados del cuello de las ramas de un nogal. Los tres estaban maniatados.

Nuevamente huyeron despavoridos, esta vez a la comisaría de Rodeo de la Cruz. Ese día transcurrió entre denuncias, idas, testimonios, vueltas, llantos y furia. No se podía definir si era suicidio o asesinato. Los únicos testigos vivos aún podían ser culpables. Las fotos de lo sucedido esa noche no culpaban a nadie.

Llegado el anochecer los Galván quedaron en libertad, el día había sido desgastador, pero ninguno de los dos podía pegar un ojo del miedo. Decidieron ir a visitar a Cristian, al psiquiátrico. Al llegar había conmoción y revuelo en el lugar. Bajaron apresurados del auto y los recibió el encargado, nervioso y desesperado…

– Señores Galván, ¡qué suerte que vinieron! ¿Quién les informó? – dijo entre cortado.

– ¿Quién nos informó sobre qué? – preguntó Ramón.

– Cristian…

– ¿Qué le pasó? – gritó Estela.

– No sabemos… no está, desde ayer que lo estamos buscando. Mandamos anoche a un empleado a su casa a buscarlos, pero no había nadie. También fuimos por la mañana y nada… está perdido, ha escapado – dijo el encargado.

Por recomendación del encargado volvieron a su casa, ya que Cristian seguramente iría. Un empleado de seguridad del hospital los acompañó. La conducta de Cristian los últimos tiempos había sido agresiva y enfermiza, todos temían por la salud de él y de sus padres. Al llegar a casa, los Galván ingresaron temerosos. No había ninguna cerradura forzada, ni ventanas abiertas, ni nada fuera de lugar. Prendieron todas las luces y pusieron a hacer café para el empleado del Sauce. Mientras que Estela servía café, Ramón fue a su habitación a cambiarse, con un pocillo en la mano. El estallido del vidrio contra el piso llamó la atención de Estela y del empleado, que corrieron a ver qué había pasado. Y ahí estaba Ramón, perplejo, atónito y temblando… frente al fotomontaje de sus nefastas vacaciones, pero esta vez… Cristian no estaba solo, sino soltando a alguien…

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