¿Adolf Hitler era un brujo?

Adolf Hitler poseía una extraordinaria habilidad para influir en los demás. Pero, ¿a qué se debía su carisma? ¿A la fuerza de su personalidad, al hipnotismo… o a la magia negra? ¿Podía embrujar a la gente?

Breve historia

La finalidad de todos los magos los magos es actuar sobre las fuerzas naturales. Se proponen dominar las infinitas fuerzas del cosmos y utilizarlas, como una espada, para sus propios fines. Por definición, un mago que intenta servirse de esas fuerzas en beneficio propio, sin un propósito más elevado, practica la magia «negra». Según la mayoría de las escuelas de pensamiento mágicas, termina pagando un precio muy alto por su orgullo. Con frecuencia acaba siendo poseído por los espíritus que invoca y resulta destruido por ellos. En opinión de varios ocultistas, Adolf Hitler era un poderoso mago negro.

Según contó uno de los pocos amigos que tuvo Hitler durante su juventud en Linz, su poder personal ya se había desarrollado cuando tenía quince años. En una ocasión, Adolf Hitler se puso de pie frente a mí, agarró mis manos y las apretó con fuerza… Las palabras no salían con facilidad de su boca, como de costumbre, sino que surgían roncas y ásperas… Era como si otro ser hablara desde su cuerpo y lo conmoviera tanto como me conmovía a mí. No era el caso de un orador arrebatado por sus propias palabras. Por el contrario, sentí que él mismo escuchaba atónito y emocionado lo que brotaba de su interior con una fuerza elemental…

El autor de ese fragmento era August Kubizek. Describía allí un paseo a medianoche con un Hitler de quince años tras asistir a una representación de la ópera de Wagner Rienzi, que narra la historia de la meteórica grandeza y decadencia de un tribuno romano. El inspirado discurso de Hitler versaba sobre el futuro de Alemania y «un mandato que, un día, recibiría del pueblo, para sacarlo de la esclavitud… ».

Según Kubizek, Hitler pasó mucho tiempo estudiando misticismo oriental, astrología, hipnotismo, mitología germánica y otros aspectos del ocultismo. En 1909 había entrado en contacto con el doctor Jörg Lanz von Liebenfels, un ex monje cistercense, que dos años antes había creado un templo de la «Orden de los nuevos templarios» en el semiderruido castillo de Werfenstein, en las riberas del Danubio.

El aristocrático nombre de Von Liebenfels era ficticio: cuando nació era sólo Adolf Lanz, y procedía de una familia burguesa. Sus seguidores eran pocos, pero ricos. Discípulo de Guido von List, hacía flamear una bandera con una svástica en sus almenas, practicaba ritos mágicos y publicaba una revista llamada Ostara, en la que hacía propaganda del ocultismo y del misticismo racial; el joven Hitler era un ávido suscriptor. En 1932, Von Liebenfels escribió a un colega: Hitler es uno de nuestros discípulos… algún día comprobará usted que él, y nosotros a través de él, triunfaremos y crearemos un movimiento que hará temblar al mundo.

Una de las afirmaciones de este ex monje fue que habría que establecer granjas de cría humanas para «erradicar los elementos eslavos y alpinos de la herencia germana», adelantándose en más de 20 años a la idea que concibió Himmler de una granja con sementales SS.

Cuando empezó la primera guerra mundial, Hitler parecía poseer ya una firme convicción acerca de su elevada misión; como mensajero, en el frente corrió enormes riesgos, como si supiera que el destino aún no le permitiría morir. Cuando terminó la guerra había desarrollado un curioso poder impersonal sobre quienes le rodeaban, poder que le sería sumamente útil hasta el final de su camera.

Una y otra vez, la idea de que Hitler estaba «poseído» aparece en los escritos de quienes le rodeaban. Su misterioso poder constituía una pesadilla para los altos cargos del estado. Una vez, por ejemplo, el doctor Hjalmar Schacht, el mago financiero de Hitler, pidió a Hermann Göring que hablara con el Führer acerca de un detalle secundario de política económica. Pero, una vez en presencia de Hitler, Göring descubrió que no podía plantear el asunto. Le dijo a Schacht: «Con frecuencia decido hablarle de algo, pero cuando estamos frente a frente me desanimo… »

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El almirante Dönitz, que estuvo al frente de la flota de submarinos del Reich y que llegó a ser comandante supremo de la marina de guerra, tenía tanta conciencia de la influencia del Führer, que evitaba su compañía para conservar intacto su propio juicio:

No iba muy a menudo a su cuartel general, y lo hacía adrede, ya que tenía la sensación de que preservaría mejor mi capacidad de iniciativa, y también porque, tras varios días en el cuartel general, siempre tenía la sensación de que debía liberarme de su poder de sugestión… Sin duda, yo tenía más suerte que su estado mayor, constantemente expuesto a su poder y personalidad.

El 7 de abril de 1943, Josef Goebbels registró en su diario un ejemplo notable del uso que hacía Hitler de su personalidad. Mussolini, el dictador italiano, visitaba Alemania en un estado de profunda depresión y agotamiento:

Poniendo hasta la última gota de energía nerviosa en el esfuerzo, [Hitler] logró volver a encaminar a Mussolini. En el curso de esos cuatro días, el Duce sufrió un cambio completo. Cuando bajó del tren, al llegar, el Führer pensó que parecía un anciano derrotado. Cuando se marchó, estaba de nuevo en buenas condiciones, listo para lo que viniera.

En marzo de 1936 Hitler hizo una declaración que resumía con precisión las impresiones de quienes lo conocían mejor: «Voy por donde la Providencia me dicta -dijo-, con la seguridad de un sonámbulo.»

Este espíritu rector -si eso es lo que era- no siempre respetaba a su anfitrión. Son bien conocidos los ataques de furia de Hitler, durante los cuales echaba espuma por la boca y caía al suelo. El relato de su confidente, Hermann Rauschning, en su libro Habla Hitler es aún más impresionante:

Despierta por la noche, gritando y sufriendo convulsiones. Pide ayuda y parece semiparalizado. Es presa de un pánico que le hace temblar hasta el punto que la propia cama se agita. Emite sonidos confusos a ininteligibles, jadeando como si estuviera al borde de la sofocación…

Hitler no siempre estaba seguro de las intenciones de su «espíritu guía». Tenía pánico a los malos presagios. Albert Speer, que fue el arquitecto personal de Hitler y su ministro de Producción bélica, contó un incidente, acaecido en octubre de 1933, que hizo que el Führer se sintiera profundamente inseguro. Estaba presidiendo la colocación de la primera piedra de la Casa del Arte Germano, en Munich, que había sido diseñada por su amigo Paul Ludwig Troost y que, para Hitler, encarnaba los más elevados ideales de la arquitectura teutónica. Mientras golpeaba la piedra con un martillo de plata, la herramienta se rompió en su mano. Durante casi tres meses, Hitler fue aquejado de melancolía; más tarde, el 21 de enero de 1934, Troost murió. El alivio de Hitler fue inmediato. Le dijo a Speer: «Cuando el martillo se rompió supe que se trataba de un mal presagio. Algo va a suceder, pensé. Ahora sabemos por qué se rompió. El arquitecto estaba destinado a morir.»

Un Aprendiz De Brujo

Josef Goebbels fingía interesarse por el ocultismo y la astrología para complacer al Führer; hasta aprendió a montar horóscopos. Tal vez Rudolf Hess fuera también un aficionado. Pero sólo había un verdadero «aprendiz de brujo» en el círculo íntimo de Hitler: Heinrich Himmler.

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Heinrich Himmler nació en un hogar de clase media en Munich en 1900. Himmler, que fue un joven débil, pálido y sin carácter, cuya miopía le obligaba a llevar gafas de gruesos cristales, se transformó en un nazi fervoroso a comienzos de los años veinte, y fue nombrado secretario de la oficina de propaganda del partido en la Baja Baviera. Allí, en su despachito, hablaba con una fotografía de Hitler que había en la pared, mucho antes de conocerle en persona. Aunque, sin duda, tenía dotes de organizador, el aspecto de Himmler provocaba burlas, y fue casi en broma que Hitler lo nombró Reichsführer de las SS -siglas de Schutzstaffel, fuerza protectora -un grupo de unos 300 hombres con misión de guardaespaldas.

Pero ya en 1933 Himmler había transformado las SS en una organización tan fuerte, que se permitió el lujo de purgarla, reteniendo sólo a hombres con las mejores características físicas «germanas» e insistiendo en que sus oficiales debían probar la inexistencia de judíos entre sus antecesores por lo menos hasta 1750. Tras un largo noviciado casi místico, a los reclutas se les entregaba una daga ceremonial y quedaban autorizados a llevar el uniforme negro de las SS con una calavera de plata. Desde ese momento quedaban obligados a asistir a lo que Francis King, autor de Satan and the Swastika (Satanás y la svástica) describe como «ceremonias neopaganas de una religión específica de las SS, creada por Himmler y derivada de su interés por el ocultismo y la adoración de Woden».

Himmler había abandonado su fe católica por el espiritismo, la astrología y el mesmerismo al final de su adolescencia. Estaba convencido de ser la reencarnación de Enrique el Cazador, fundador de la casa real de Sajonia, muerto en 936. Todos esos elementos fueron puntualmente incorporados a su «religión» destinada a las SS.

Himmler creó nuevas festividades en el puesto de fiestas cristianas, como Navidad y Pascua; redactó ceremonias de matrimonio y bautismo -aunque creía que la poligamia servía mejor los intereses de la élite SS- y hasta dio públicas instrucciones acerca de la forma correcta de suicidarse.

El centro del «culto» de las SS fue el castillo de Wewelsburg, en Westfalia, que Himmler compró en ruinas en 1934 y reconstruyó durante los 11 años siguientes, con un coste de 13 millones de marcos. El vestíbulo central, donde se celebraban los banquetes, contenía una enorme mesa redonda con 13 sillones que parecían tronos, en los que se sentaban Himmler y doce de sus «apóstoles» más queridos. Debajo de este vestíbulo se encontraba el «vestíbulo de los muertos» donde se levantaban trece peanas en torno a una mesa de piedra. A medida que los integrantes del círculo íntimo de las SS morían, se quemaba su escudo de armas que, junto con sus cenizas, era colocado en una urna sobre una de las peanas, donde era venerado.

Desde esta atmósfera grotesca y teatral, Himmler instigó el genocidio sistemático que el Tercer Reich emprendió en sus últimos años. Millones de judíos, gitanos, homosexuales y personas que, en general, no se adaptaban a las ideas del Führer y a las suyas, fueron asesinados. Muchas de esas atrocidades tenían su origen en las extrañas teorías de Himmler. Por ejemplo, su creencia en el poder del «calor animal» hizo que se realizaran experimentos en que las víctimas eran sumergidas en agua helada y después revividas -si tenían suerte siendo colocadas entre los cuerpos desnudos de prostitutas. En otra ocasión, decidió que había que realizar una estadística sobre la medida del cráneo de los judíos, pero como sólo valían los cráneos de los muertos recientes, cientos de personas fueron decapitadas con este fin.

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Menos horrorosas pero igualmente demenciales fueron las investigaciones sobre el movimiento Rosacruz, el significado ocultista de las torres góticas y el sombrero de copa de Eton y el poder mágico de las campanas de Oxford que, según decidió Himmler, habían hechizado a la Luftwaffe, impidiéndole infligir daños serios a la ciudad.

El escritor ocultista J. H. Brennan llegó a sugerir que Himmler era una «no persona», un zombi sin mente ni alma propias, que absorbía la energía de Hitler como una sanguijuela psíquica. Francis King ha señalado que los grandes mítines de Nüremberg, presididos por Hitler en sus momentos de máxima «posesión» , reunían las condiciones necesarias para lo que algunos cultos mágicos describen como un «cono de poder»: los reflectores iluminaban el cielo nocturno formando un dibujo cónico sobre las enormes multitudes, lo cual generaba un gigantesco brote de emoción centrado en la figura glorificada de Hitler.

Pero si Himmler era influenciado por la magia maligna, también podía ser influenciado para hacer el bien. El inverosímil instrumento de ese bien fue un masajista gordo y rubio que también era ocultista y se llamaba Félix Kersten. Había aprendido osteopatía y técnicas asociadas con un misterioso médico chino, el doctor Ko, un ocultista y místico que, al parecer, desarrolló los latentes poderes psíquicos de Kersten. Kersten se hizo famoso y, en 1938, tuvo que atender a Himmler, quien sufría de calambres crónicos en el estómago. Desde ese momento, el jefe de las SS dependió casi totalmente de Kersten, quien en varias ocasiones pudo salvar las vidas de cientos de judíos gracias a su dominio sobre la mente de Himmler. En la postguerra, una comisión investigadora llegó a la conclusión de que los servicios que Kersten había prestado a la humanidad y a la causa de la paz eran «tan destacados, que no se encuentran precedentes comparables en la historia».

Un Poder Impresionante

Utilizando simplemente su fuerza de voluntad, por ejemplo, Kersten persuadió a Himmler en más de una ocasión de que postergara el exterminio de prisioneros en campos de concentración. Kersten insistía e insistía hasta que Himmler dejaba de lado el asunto. El masajista también logró influir, al menos en parte, en Himmler, interpretando mal algunos horóscopos, en los que Himmler creía con más fervor que el propio Hitler.

Desde mediados de 1942, Kersten se preocupó por sembrar en la mente de Himmler la idea de que debía intentar firmar la paz con los aliados occidentales y, aunque en varias ocasiones el Reichsführer estuvo casi convencido, no pudo contrarrestar el enorme poder de la autoridad de Hitler.

Como ha señalado Francis King, la política de Hitler cuando Alemania se acercaba al colapso se correspondió exactamente con lo que podía esperarse del pacto de un mago con los poderes del mal. La esencia de ese pacto reside en el sacrificio: una orgía de sangre y destrucción.

«Las bajas -dijo Hitler al mariscal de campo Walther von Reichenau-, nunca son demasiado grandes. Son la semilla de la futura grandeza.» Y el historiador Hugh Trevor-Roper dijo: «Como un héroe antiguo, Hitler deseaba bajar a la tumba acompañado de sacrificios humanos.»

Aunque sabía que ya no había esperanzas, Hitler aguardó en su bunker hasta el 30 de abril de 1945 para suicidarse con Eva Braun, con quien acababa de casarse. La fecha no puede ser una coincidencia: desde el punto de vista ocultista, resulta enormemente significativa. Se trata del día que termina en la noche de Walpurgis, la más importante festividad de los poderes de las tinieblas.

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