Enrique de Villena, entre la magia y la literatura.

El autor de El arte cisoria fue uno de los personajes más desgraciados en la historia de las letras españolas, no sólo por gordo, pequeño y feo, no sólo por perdedor en casi todo lo que emprendió en su vida de noble y descendiente de los reyes de Aragón, sino también por dejar detrás de su muerte una biografía sometida a toda clase de arremetidas. Hay quien lo elogia, como humanista, poeta y prosista, y quien lo acusa de haber practicado la magia o por haber formado parte de algún que otro grupo de adoradores de Satanás.

Hasta con la Divina Comedia no tuvo suerte, ya que su traducción, una de las primeras en castellano, es de las últimas como ingenio y fidelidad. Creo que su peor desgracia ha sido la de pertenecer a una época literaria en que rivalizan con él Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Nebrija, Fernando de Rojas, entre otros. Fue una época brillante, no sólo en hechos de armas, sino también en obras literarias y hasta el Libro de buen amor coincide con la vida del marqués de Villena, que nunca fue marqués y si llegó a ocupar el maestrazgo de Calatrava fue con tan poca suerte como en todas las empresas que alcanzó tocar con sus dedos más bien trágicos que mágicos.

¿Fue realmente un mago, un hechicero, o un brujo aliado del demonio este hombre “…pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e colorado”, como lo describe Fernán Pérez de Guzmán (en Generaciones y semblanzas) y que “comía mucho”; según otros “auctor muy sciente”, casi un Fausto español, pero que nunca encontró su Goethe para transformarlo en un mito universal?

Yo llegué a él a través de El Greco, puesto que el pintor vivió varios años, después de 1585, en las casas del marqués de Villena, donde, según Manuel Cossío, “recibe alquilados unos aposentos” y donde volverá a vivir hacia el final de su vida. Casas que hoy no existen, que se asomaban al Tajo, ocupaban mucho terreno y tenían un pequeño aposento llamado “la escalerilla del infierno”, hecho no extraño en un sitio de propiedad tan mal famada. Creo que es difícil, además, encontrar dos personalidades tan antagónicas como las del falso marqués y el pintor cretense, sospechoso el primero de tantos dudosos acercamientos, impecable el pintor y más ortodoxo que un cardenal de hoy, en su pensamiento como en su comportamiento cotidiano. Durante más de un año traté de acercarme a don Enrique de Aragón, llamado marqués de Villena, famoso más por su leyenda que por su actuación. Y casi por casualidad alguien me recomendó el libro de Antonio Torres-Alcalá (Don Enrique de Villena, un mago al dintel del Renacimiento, Ediciones José Porrúas, Madrid 1983) que, hasta cierto punto, llega a desocultar el misterio.

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Y digo “hasta cierto punto” porque nadie logrará nunca verter luz definitiva sobre el caso, ya que las ocupaciones nocturnas del ex maestre de Calatrava permanecerán siempre en las tinieblas del secreto personal. Si fue un mago y no lo publicó, es explicable. La Inquisición hubiera provocado un proceso y no sabemos cómo hubiera terminado y, en segundo lugar, el asunto mismo de la quema de sus libros (parte de ellos, según parece) sospechosos de brujería y magia negra, deja entrever por lo menos el interés que el personaje tenía por conocer ciertos temas, mal vistos por la Iglesia y la mentalidad de la época. Sin embargo, no hubo tal pleito y la mala suerte de don Enrique no puede achacarse a su biblioteca y tampoco a sus predilecciones noctámbulas, sino más bien a su personalidad y a sus muchos defectos físicos y psíquicos.

Torres-Alcalá cree que el destino del traductor de la Divina Comedia se debe más bien al hecho de que “… escribía con la pluma en vez de con la punta de la espada y, por si eso fuera poco, por lo que escribía”. El autor quiere convencernos de que el mester de las armas, preferido por los españoles de entonces, impedía el desarrollo de la literatura y que, además, quien prefería la poesía a las batallas, quien era más bien poeta que caballero andante, al estilo del siglo XV, mal empalmaba con el ideograma de su tiempo. Esto es sumamente discutible, creo, en una sociedad, precisamente en la que, antes y después de don Enrique, el escritor fue e iba a ser un soldado.

Todos los grandes de las letras españolas pertenecieron a la milicia (soldados o monjes) y bastaría citar aquí a los contemporáneos del falso marqués como a Garcilaso, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón y demás. Nunca hubo desentendimiento o divorcio entre la literatura y la milicia en España, y sí en los demás países y sociedades europeos, desde la Edad Media hasta el final del Barroco. De manera que la tesis sostenida por el autor me parece falsa desde un principio. El marqués se resistía a batallar no porque no tenía ganas, sino porque era de conformación física, digamos, pacifista, como hemos visto más arriba. No podía levantar una espada y tampoco correr a pie o a caballo a través de un campo de batalla, o subirse por una escalera y enfrentarse con los enemigos desde aquella posición, como lo hizo Garcilaso o sostenerse de pie en un navío de guerra, como Cervantes en Lepanto. Se dedicó a escribir, diría, para olvidar la injuria genética de su físico antiguerrero y no de su psique, que se dedicó a reparar aquella merma a lo largo de toda su vida consciente. Y es posible encontrar una explicación psiquiátrica a sus inclinaciones ocultistas, partiendo desde la misma premisa. Es una lastima que Torres-Alcalá no haya ahondado en este sentido. El personaje se presta a un profundo y quizá esclarecedor psicoanálisis jungiano, en cuyo marco el inconsciente personal como el colectivo, el sello de su casi invalidez, creadora de complejos, como su abultado linaje, están en la base de su terrible incertidumbre. Un Fausto combinado con el marqués de Sade, quizá, y más conocido por la posteridad a través de su leyenda negra que a través de su visa real.

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En cuanto al prejuicio militarista de su tiempo, según Torres-Alcalá, me parece que no explica nada, o muy poco, ya que muchos caballeros, tanto en el siglo XV como en otros (bastaría invocar aquí a los trovadores provenzales y catalanes) se dedicaban al mismo tiempo al mester de las armas como al trato con las musas. Jamás hubo “preponderancia de las armas”. También su casamiento, impuesto por el rey, pudo ser motivo de complejo, ya que María de Albornoz, con la que se casa en 1401, es manceba de Enrique III. Matrimonio infeliz desde todos los puntos de vista, porque, una vez nombrado maestre de Calatrava, el falso marqués “… tenía que acceder al recurso de divorcio que ante la Santa Sede había interpuesto su esposa, basándose en razones de impotencia de este”. Como es de suponer, la vida de este hombre no ha sido un destino aceptable, sino una sarta de humillaciones. Su literatura hubiera podido reflejarlas, sublimándolas, hasta el punto en que la tragedia personal se funde con el arte. Pero no fue así. En lugar de crear una obra maestra, don Enrique se dedicó a practicar el arte de la magia y a ser lo que entonces se llamaba “un buscante” y hoy un investigador, pero sin tocar fondo en ninguna de sus predilecciones científicas.

¿Fue también alquimista?

Torres-Alcalá cita un fragmento de la carta de “los veinte sabios cordubeses”, muy admiradores del marqués y aparecida en 1889 en La alquimia en España, de E. Liarco, donde se afirma, recordando los sabios hechos ocurridos en su presencia y provocados por don Enrique:

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“… cuando ante nosotros fezistes descender las palomas que pasauan por el ayre volando, e las tomauamos a nuestro placer las que queríamos, dexando las otras por virtud de palabras e fecistes embermejecer el sol, assí como si fuesse eclipsado, con la piedra heliotropia, e nos contastes cosas por venir, que después havemos visto, con la piedra chelinotes…”

Lo que sitúa al marqués a un nivel de mago todopoderoso y da cuenta de su retiro, ante los peligros que representaba la magia por quienes la ejercían, en tiempos dominados por la Inquisición.

También Rades, historiador de las órdenes militares, afirma:

“De la Judisiaria y Necromancia supo tanto que se dicen y leen cosas maravillosas que hacía, con tanta admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el demonio. Compuso muchos libros de estas sciencias, en los cuales, aunque había muchas cosas de grande ingenio y artificio útiles a la República, había otras de mal ejemplo y sospechosas de que su autor tenía el dicho pacto”.

Juicio ponderado y preciso, me parece, y que explica la tragedia de aquel hombre. Quien tiene tratos con el demonio no puede ser caballero ni escritor. Sin embargo, si disponía, igual que la Celestina, de tantas relaciones con las fuerzas del mal, ¿cómo es posible que no las haya utilizado en su provecho terrenal, ni siquiera para conseguir una gloria literaria o artística, como el personaje de Thomas Mann en El doctor Faustus?

Torres-Alcalá simpatiza con su personaje, si no no hubiera escrito el libro o, al revés, lo hubiera transformado en una sátira sin piedad, pero no acierta, a pesar de la seriedad del estudio, cuando trata de presentar al marqués como víctima “… de la baja estima en que estaban las letras en nuestro siglo XV”.

La tragedia del marqués es mucho más compleja y tampoco podemos descalificar de esta manera a un siglo tan rico en caballería como en poesía.

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