Alondra, la niña que le rezaba al Diablo

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La pequeña Alondra era una niña dulce y tranquila, que jamás había dado un disgusto a nadie. Siempre obedecía, era amable con los demás y jamás se olvidaba de decir sus oraciones. Sin embargo, había algo que perturbaba a sus padres. Y es que todas las noches, cuando la veían inclinarse a un lado de su camita para rezar antes de acostarse, ella pronunciaba unas palabras que los hacían temblar de miedo:
– y por favor Dios, cuida mucho de mi papá, de mi mamá, de mis hermanitos y mi familia. Ah, y no te olvides de cuidar a Lucifer, ya que nadie pide nunca por él, yo lo hago. Amén.
Preocupados por esta macabra escena que se repetía cada noche, los padres de Alondra invitaron al sacerdote del pueblo a visitarlos, con el fin de que pudiera analizar a la niña.
Al principio, el clérigo se quedó extrañado. Por lo que había presenciado durante el día, la niña era un verdadero ángel y no había en su comportamiento nada que resultara escalofriante o fuera de lugar. Entonces cayó la noche y sus padres le pidieron que mirara en el cuarto de la chiquilla. Se quedó helado al escuchar sus oraciones.
—… por favor, cuida mucho de mi papá, de mi mamá, de mis hermanitos y mi familia. Ah, y no te olvides de cuidar a Lucifer, como nadie pide nunca por él, lo hago yo. Amén.
Muy preocupado, el sacerdote no supo como aconsejar a los padres. Por más extrañas que fueran las plegarias de Alondra, lo cierto es que su conducta seguía siendo inocente.
—Probablemente se olvide de decir esas cosas con el tiempo.
Pero la niña seguía rezando por Lucifer.
Un día, sufrió un accidente y para tristeza de todos murió. Su familia era de escasos recursos y no podía permitirse pagar una sepultura decente. Muy angustiados por esto, lloraban la suerte de su niña cuando de pronto, un gran cortejo fúnebre llegó a las puertas de su casa. Era algo majestuoso, seis caballos hermosos tiraban de una carroza negra, digna de una princesa y cargada con grandes coronas de rosas. Lo conducía un joven de belleza sublime, su tez era blanca e inmaculada, sus cabellos negros y sedosos y sus ojos, del color de la sangre.
Los padres de Alondra se quedaron anonadados ante la presencia de aquel hombre, pero no se atrevieron a desairarlo. El cuerpecito de la niña fue trasladado a la iglesia para ser velado y allí, en silencio, el joven lloró por ella, como si acabara de perder a alguien muy querido.
Todos se preguntaban quien sería el misterioso benefactor de la pequeña.
Finalmente, se dirigieron al cementerio y el cadáver fue colocado en un magnífico sepulcro, hecho todo de mármol y custodiado por un ángel de piedra. Los padres de Alondra, sin soportar más la intriga, le preguntaron al desconocido quien era y porque estaba haciendo todo eso por su hija.
—Por milenios, el mundo siempre me ha juzgado como su enemigo, acusándome de robar, tentar, traicionar y hasta blasfemar contra lo más sagrado. Pero esta niñita, con su inocencia, su dulzura y su cariño, no dejaba de pedir por mí cada noche, y ni una sola dejó de hacerlo, a pesar de que la temían y la castigaban.
Al escucharlo, la pareja supuso que se trataría de algún profesor de Alondra y le preguntaron cual era su nombre.
—Solo recuerden el final de las oraciones de su propia hija
y diciendo esto, desapareció dejando un intenso olor a azufre detrás de sí. Cada invierno, la tumba de Aurora siempre se llena de rosas frescas.
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