El Sepulcro

Ninguno de los tres sospechaba que lo que iba a ocurrir esa noche les causaría más espanto que lo vivido en cientos de batallas. Ninguno pensó, mientras se dirigían al camposanto, que lo que verían marcaría el resto de sus ya largas y cansadas vidas.

Cuando meses atrás su compañero de armas Don Esteban Pere-Guillén falleció de una extraña enfermedad, era tal la amistad y el respeto que sentían unos por otros que juraron que la muerte no rompería nunca el círculo que unía las almas de los cuatro caballeros.

Muchos años habían combatido a las órdenes del rey demostrando el valor y la lealtad que hace que a los hombres se les reconozca como nobles señores. Sus caballos habían recorrido casi todo el reino y sus espadas descansaban ya, desgastadas y herrumbrosas, cubiertas de humedad y óxido, recuerdos y sangre derramada.

Cuando ya sus fuerzas no eran las de la lejana juventud, decidieron compartir en Toledo una pequeña mansión en la que la camadería y el recuerdo de batallas hacían que no se perdiera el espíritu cuartelero que rememoraban con nostalgia.

Pero el tiempo no perdona y Don Esteban, el más valiente de los cuatro, dejó un gran vacío a su muerte.

Con la intención de no romper el vínculo que durante tantos años les unió, cada tarde, al caer el sol, bajaban engalanados por la Vega hacia el cementerio de la ciudad. Allí, en torno al niño donde reposaban los restos de su amigo, rezaban, reían, cantaban o recordaban, según el día, algunas de sus conquistas militares o de las otras. Después, silenciosos y tristes, retomaban el camino a casa pensando quién sería el siguiente en acompañar a su camarada.

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Hacía varios días que, con asombro, encontraban la losa cubierta de pétalos de diversas flores. Preguntado el sepulturero y a otros visitantes, no encontraron explicación de quién era el personaje que a escondidas homenajeaba cada día a su compañero…

Ninguno de ellos era de Toledo y por tanto descartaban que fuera un familiar, y tampoco era posible que tuviera en la ciudad otros amigos. Entonces ¿quién honraba su tumba cada día?

Asombrados, decidieron averiguar la razón del misterio pagando unos dineros al sepulturero que, tras dos jornadas de observación, no les pudo dar explicación alguna de lo que sucedía. Uno de ellos incluso desenvainó su daga haciendo peligrar el cuello del enterrador si mentía, pero la amenaza fue tan en vano como el esfuerzo para averiguar lo sucedido.

Así que esa noche decidieron poner fin a la búsqueda. Atravesaron la Vega a oscuras y la puerta del camposanto se alzó a su vista justo cuando algún campanario avisaba de la llegada de la medianoche.

Acercándose con sigilo, pudieron ver cómo una silueta se recortaba en la neblina de la noche y, arrodillada ante el sepulcro de don Esteban, derramaba pétalos mientras sus sollozos rasgaban el pesado silencio del cementerio. Tan nerviosos se pusieron que a punto estuvieron de descubrirse cuando uno de ellos casi cae en una fosa que el sepulturero, había abierto aquella misma noche.

Mudos de terror se quedaron, cuando en el silencio de la noche oyeron al personaje exclamar:

– Aquí estoy mi dueño y señor- dijo la voz de una mujer, entre lágrimas- Recibid esta ofrenda en recuerdo a lo que fuimos.

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Los tres se quedaron petrificados ¿Una mujer? Creían que todo lo sabían sobre los amoríos de su compañero fallecido, y nada hacía pensar que alguien le añorase en Toledo.

– Tanta ambición, tanto sentimiento y luego… ¡y luego nada, sólo miseria! –exclamó de nuevo la mujer.

– Resuelto queda el misterio, no es más que una loca.Agazapados aún, pudieron verle la cara cuando un destello de luna la iluminó. Era un rostro desencajado que, aun con rastros de antigua belleza, emanaba tristeza, rabia, ira y temor.

– Sí, contestó otro, loca de amor.

– ¿Loca? ¿Enamorada? ¿Es que habéis perdido el juicio? –exclamó el tercero- Es una bruja, una hija del Diablo que con algún extraño sortilegio pretende enviar el alma de don Esteban al infierno.

El más lanzado de los tres decidió aclarar el misterio y con paso decidido y una mano en la empuñadura de la espada, se dirigió hacia la extraña mujer.

No dio tiempo a conversar. Cuando su mano rozó el hombro de la mujer, esta se volvió rauda y desencajada gritó:

– ¡Esteban! ¿tú aquí vivo? ¿Has regresado? –exclamó mientras intentaba abrazar al caballero con desmesurada fuerza.

Pero no hubo más palabras. Cayó desplomada hacia atrás golpeándose la cabeza contra el mármol de la losa de don Esteban y quedando, quizá donde ella quería, tendida para siempre.

Aterrados por la escena vivida, los tres caballeros permanecieron inmóviles tratando de entender lo sucedido y sin atreverse a tocar o mirar a la extraña dama. Después, con paso firme, pero sombríos, se dirigieron hasta la Puerta de Bisagra para hacer llamar al alcalde e informarle de lo sucedido.

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Bruja, enamorada o loca, nunca se supo quién o qué era.

Algunos días después de tan horrible suceso, regresaron a visitar de nuevo a su amigo. Si alguien hubiera visto a los tres caballeros frente a la tumba en aquél momento, tendría la seguridad de que se encontraba ante hombres que acaban de ver a la muerte en persona. Allí, de nuevo, sobre la tumba, un puñado de frescos pétalos habían sido esparcidos sobre la tumba.

Desde aquél momento, los amigos de don Esteban, sólo volvieron al camposanto para ser enterrados en él. Dispusieron, eso sí, que se les inhumase en el extremo opuesto de la tumba de su viejo amigo.

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