El satanismo

El satanismo

 

La historia de Satanás no es un relato de horror, sino de amargura. Como en tantos otros mitos negativos – vampiros, licántropos, fantasmas— en el fondo de lo espantable se conde la tragedia, la frustración y. al menos en algún sentido, la ternura. El drama de Satanás, el más bello de los ángeles, el más poderoso, no es más grande que el del propio Creador; como ha dicho Couste, «el diablo es el dolor de Dios». El amor que le llevo a crear a Satanás como la más perfecta de sus criaturas debió suponer la más grande de las amarguras, cuando éste se rebeló. Lo que era orden y armonía se rompió en un desequilibrio que algún día cesará; porque lo que tiene un principio no es eterno y ha de tener un final. Si al principio fue el amor, al término de un tiempo cesará el odio y la tristeza para que aquél reine de nuevo.

Para unos, fue la creación de los hombres lo que por despecho movió a Satanás a rebelarse; él, que había sido el más amado, con recelo cómo el interés del Creador se extendía ahora hacia los frágiles hombres, y en un alarde de «angélica paranoia» se sintió marginado, depuesto de su encumbrado sitial en el «corazón» de Dios; el bello ángel enfermó de celos y se decidió por el simbólico suicidio, odiando Aquel a quién tanto amó, buscando en ese odio su propia destrui su propio castigo. Parece poco claro el papel del hombre en esta pugna celestial, en este pugilato de sentimientos cósmicos; algunos defienden la tesis de que la humanidad no fue motivo de la caída de Satanás, sino consecuencia de jso habría sido la soberbia el elemento desencadenante del drama. Con un «estilo» muy freudiano, el hijo que ha alcanzado el máximo favor paterno, que ha sido estimulado con los más altos premios, decide en un momento trágico independizarse del amoroso abrazo y, por su propio camino, conseguir el mismo poder detentado por el padre. Planteada así, no es una historia de amor, sino de lucha de poder. El favorito, el más preciado general, sucumbe ante su propio orgullo y encabeza una rebelión condenada al fracaso. Los que plantean ¡a tesis extraterrestre como trasfondo de los acontecimientos divinos y religiosos, no dudan en encontrar en Satanás a la figura del general rebelde. Hace milenios, los hombres recibieron la visita de seres procedentes de otros puntos del espacio, seres que aparecieron ante los ojos humanos como dioses omnipotentes, capaces de crear tempestades, dueños del rayo exterminador y poseedores de todas las respuestas. Su visita no fue de cortesía: sometieron al hombre le utilizaron caprichosamente, tal como puede desprenderse de la lectura del «Éxodo», a la luz de esta interpretación danikeniana. Sin embargo, los dioses eran también muy humanos y entre ellos surgió la secesión: el segundo de la expedición levantó a parte de los ángeles-cosmonautas contra el poder del eje supremo y, obviamente, fue vencido, arrojado al mundo, junto con sus secuaces, y desprovisto de los atributos técnicos que le hacían superior. El ángel caído buscó fa complicidad del hombre para intentar de nuevo la rebelión; pero Dios advierte que el peor de los castigos aguarda a aquellos de los humanos que sucumban a la tentación de Satanás. La hipótesis es sugestiva, aunque absolutamente irrespetuosa; lo cual la convierte en todavía más atractiva dados los tiempos que vivimos.

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Hace falta ser muy ingenuopara creer en un Dios con barbas blancas y triángulo detrás de la cabeza; casi tanto como admitir un diablo cornudo con patas de cabra. Más lógico es pensar que, en esa dinámica de los símbolos, se trata de la oposición entre dos principios: el bien y el mal.

Fiel al principio de la dualidad, de los «pares opuestos», base de todo el ocultismo. Lucifer surge como necesidad, como elemento de equilibrio; frente al principio del bien debe existir el principio del mal, porque ambos conceptos son inexistentes de una manera individual; para entender lo blanco hay tener presente el concepto de lo negro. Por supuesto, tal planteamiento no es admitido dentro de la Iglesia, y la idea del dualismo tiene siendo rechazada desde tiempos de Tatiano y Atenágoras. Si Dios entraña el concepto de la totalidad, no es posible el dualismo que llevaría implícito la existencia de otro dios, pero de signo contrario. Dios es todo y Lucifer una parte; una parte que fue creada buena, pero que, ejercitando su libre albedrío, decidió en un momento dado el camino a seguir. En este sentido, el demonio no es el principió del mal, sino su símbolo. No hay que forzar mucho la razón para identificar el mal con la desarmonía, la ausencia del equilibrio.

El hombre, cuanto más simple es, más lejano está de los conceptos, más incapaz es de lo abstracto: ha de personalizar, de materializar, para después aceptar. Con la misma dinámica que la angustia es cristalizada en fobias o delirios, los principios básicos de lo espiritual se cristalizan en seres cuya apariencia física es símbolo de aquello que representan. Si el concepto de Dios más cercano al hombre es el concepto de Dios-padre, ha de imaginarlo en una figura que sea expresión y vehículo de esos sentimientos: un anciano venerable y majestuoso. Por idénticas razones, el mal se viste con figura espantable y mostruosa, y en toda  la iconografía del diablo es difícil encontrarle representado con toda la hermosura física que, según la religión, le caracterizaba. Muy al contrario, los artistas se han esforzado invariablemente en volcar sobre su figura todos los atributos posibles de lo espantoso o de lo repugnante, como si la maldad no pudiera ser solidaria con la belleza. Lo curioso es que en esas monstruosas gárgolas o en  esas tenebrosas pinturas, Satanás se nos muestra más grotesco que amenazador; su imagen es más la del amigo socarrón y malicioso que la del rey de la maldad, como si los artistas estuvieran inconscientemente admitiendo que el diablo es más un espectador divertido que un protagonista; o, lo que es lo mismo, que el hombre no necesita ayuda alguna para matar, torturar, corromper, violar, oprimir o cualquiera de esas otras actividades enteramente humanas y absolutamente habituales en este mundo actual y de siempre. No; el diablo no es necesario, por más que la Iglesia, en un «intento de reposición con carácter de estreno», haya insistido recientemente en la autenticidad de Satanás, en lo real de su existencia.

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Es difícil, desde la perspectiva actual, entender todo el estúpido horror vivido por la sociedad medieval en torno a la figura del diablo. Si el aliento hediondo susurró al oído de algunos, éstos fueron sin duda los propios inquisidores;  si de alguna forma quedó patente la existencia del «maligno», no fue en el testimonio de los condenados, sino en la actitud de una iglesia corrompida y bestial, como correspondía a aquella sociedad ignorante y a esa época oscura de la historia. Probablemente muchas de aquellas brujas se habían refugiado en sus fantasías erótico-mágicas huyendo una realidad que les era hostil. Fue necesario un Freud para que Satanás cediera su terreno a otro diablo, mmás común y  humano, llamado libido. Hoy sabemos lo suficiente sobre  las enfermedades psíquicas como para valorar todo aquel fenómeno, y la experiéncia ha demostrado que cada época presenta su propia patología. No hace mucho, en un congreso de ovnis del que hice la introducción, yo mismo comentaba como la patología psíquica actual se está modificando; cómo el tema extraterrestre está siendo visto en las consultas psiquiátricas cada vez con más frecuencia, formando parte de los delirios sensitivos o psicóticos y en multitud de cuadros de origen neurótico, como si los ovnis y todo lo que ellos representan empezaran a configurarse como la forma de enfermar de nuestra época.

Torturadas, escarnecidas y finalmente confesas, fueron devoradas por el fuego purificador de la Inquisición multitud de neuróticas, débiles mentales, histéricas, psicópatas alguna esquizofrénica; pero con seguridad ninguna bruja. Y no porque las brujas no existieran, que no lo sé, sino porque su pacto con el diablo, a buen seguro, las habría salvaguardado de las persecuciones de aquellos bestias.

La mente humana es muy compleja, y, al tiempo, quizá consecuentemente, muy frágil. Los psiquíatras estamos acostumbrados a reconocer los demonios interiores, incluso podemos llegar a someterlos nuevamente, aunque ignoramos su génesis, y la esencia misma de su despertar. Pero esto es algo muy reciente; hoy la enfermedad es algo que puede identificarse, aislarse, porque la estructura del pensamiento actual mecanicista, carente de magia —o lo era, porque las cosas parecen estar cambiando—. Con este resucitar del pensamiento mágico a que estamos asistiendo ya empieza a resultar más dificil diagnosticar que diez años atrás; de alguna forma se está perdiendo esa sutil barrera que separa el pensamiento delirante del otro, del socialmente normal.

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Al enjuiciar la actuación de aquellos siniestros tribunales de la inquisición se ha argumentado con frecuencia que los hechos eran más consecuencia de la actitud  social de una época que de la intolerancia exclusiva de la Iglesia; sin embargo, no es defendible esa cuando se comprueba que la medicina de entonces ya clamó contra aquellos desmanes injustificables, porque para ella estaba claro, y así lo hizo constar, que las brujas no eran tales, sino enfermas psíquicas, y sus supuestos poderes, una simple ilusión. La lucha de la Inquisición contra la brujería no era la de la razón contra lo irracional, sino el enfrentamiento de dos posturas irracionales. Como señala López Ibor, el inquisidor «no busca la verdad de la realidad que se debate, sino que su tarea consiste en lograr que se diga la verdad que él ya conoce. Se trata de un complejo de superioridad cultural. El inquisidor no duda de su inteligencia ni de la verdad de su fe romana. No hay error posible, ni ahora ni después, porque Dios no lo permitiría». Es decir, la Inquisición se enfrenta a la irracionalidad de las brujas con la irracionalidad de la Iglesia y la fuerza de la autoridad; no había defensa posible… y evidentemente no la hubo. Es cierto que las cifras se han exagerado, pero aun así, en Alemania, Inglaterra y Escocia —en España la Inquisición fue mucho más benévola— fueron miles de personas las que murieron en la hoguera o decapitadas.

Tristemente, no tenemos derecho a criticar aquella época y sus brutalidades, porque el mundo de hoy es pródigo en masacres absurdas y el número de víctimas sobrepasa en mucho al de las que fueron sacrificadas «para mayor gloria de Dios». Probablemente, al invocar la figura del diablo como responsable del mal, el hombre esté tratando de eludir su propia responsabilidad. Si Satanás existe, su morada no está en el infierno, sino en el interior del propio hombre. Y a toda esa actividad, a esa fuerza superior y de acción, maligna, tal vez, llamamos satanismo.

Fuente: El culto a Satán: De las misas negras a la brujería. (Extracto)

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