Para obtener su amor, Ares abandonó las actitudes brutales. Se aproximó ofreciéndole su cuerpo perfecto, como un desafío a la capacidad amorosa de la bella diosa. Le dijo palabras de afecto. La colmó de ricos presentes. La amistad entre ambos fue aumentando cada día, hasta que se dieron cuenta de que estaban enamorados. Hicieron planes y elaboraron ideas para unirse en el amor.
Mientras Hefesto, el deforme marido de Afrodita, trabajaba la noche entera en la forja. Ares visitaba clandestinamente a la sensual amante.
Se sentían felices. Solamente una cosa podía estropear la aventura: Apolo, el Sol, una divinidad a la que no le gustaban los secretos.
Ares trató de tomar todas las precauciones posibles para no ser descubierto por el Sol. Cada vez que iba al encuentro de la amada, llevaba al joven Alectrión, su confidente, mientras se deleitaba en los brazos de Afrodita, el amigo vigilaba la puerta del palacio con la misión de advertirle el momento que comenzaba a aparecer el Sol.
Una noche el fiel guardián, exhausto y aburrido, se adormeció. Ares y Afrodita se amaban, mientras tanto, intensamente, olvidados de las preocupaciones.
El día amaneció claro y hermoso. El Sol despunto y sorprendió a los amantes, que dormían abrazados. Indignado por la traición a Hefesto, Apolo salió en busca del deforme herrero y le contó lo que había visto.
Hefesto dejo caer el hierro que forjaba. Sintió que las fuerzas le faltaban. Agradeció al Sol la verdad. Estaba avergonzado y humillado por el acontecimiento, y pensó que la fea acción no podía quedar sin venganza. Después de mucho reflexionar, el armero divino tuvo una idea y se puso a trabajar. Con finísimos hilos de oro confeccionó una red invisible, pero tan fuerte y resistente que ningún hombre (ni ningún dios) pudiera romperla.
Cuando terminó su obra fue al encuentro de su esposa. Ocultando su odio y su tristeza.
Armó disimuladamente la red en el lecho manchado por la deshonra y dijo a Afrodita que debía ausentarse por algunos días. Sin más explicaciones, se despidió y partió.
Ares, que lo espiaba todo, apenas vio alejarse a Hefesto corrió a la casa de su amante. Sin contener su deseo, apenas vio a Afrodita le dijo: “Ven querida, al lecho: gran placer es el amor. Hefesto está de viaje, según creo, camino a Lemnos”.
Se acostaron felices y no se dieron cuenta de que estaban aprisionados por la ingeniosa red construida por el esposo traicionado. En ese instante, Hefesto, que había fingido alejarse, retorna y sorprende a los amantes, presos en la trampa de oro.
Nunca sintió tanta vergüenza y tan intenso odio. Parado en el umbral de la puerta, llama la atención de los otros olímpicos: “Zeus padre y todos los restantes dioses bienaventurados e inmortales, venid aquí a presenciar una escena ridícula y monstruosa: Por ser yo cojo, Afrodita, hija de Zeus, me cubre continuamente de deshonra. Ama a Ares, el destructor, porque es hermoso tiene las piernas derechas, mientras que yo soy defectuoso de nacimiento. Pero la culpa no es mía, sino de mis padres, que habrían hecho mejor si no me hubieran engendrado. Venid a ver este lamentable espectáculo, y como se fueron a dormir, en brazos uno del otro, en mi propio lecho. Pero por mucho que se amen, no creo que deseen quedar así acostados.
Pronto querrán levantarse, pero mi trampa, mi red, los retendrá cautivos, hasta que el padre de ella devuelva todos los presentes que le di por su imprudente hija. Hermosa es, pero no tiene decencia porque no domina sus raptos pasionales”.
De no mediar Apolo, tal vez nunca habrían sido libertados los amantes. Hefesto acabó aceptando las palabras conciliadoras del dios y los soltó.
Ares se quedó en el Olimpo, para tratar de olvidar la ridícula situación sufrida, esperando los albores de una nueva guerra… Afrodita, avergonzada, se retiró a Chipre, su isla predilecta…
Ares resentido, castigó a su amigo Alectrión, que por olvidar su deber provocara la situación:
Lo transformó en gallo (en griego, Alektryón: gallo), condenándolo a advertir para siempre a los hombres de la salida del Sol.
Y fruto del gran amor del dios Ares y de la diosa Afrodita nació el dios del Amor Cupido (Eros), que con sus flechas no distingue entre dioses y hombres y todos y cada uno de ellos son presa de su gran poder…