Tan Cerca…

El carrito de la compra se encontraba a tan sólo diez metros de Sara. Lo necesitaba para
cargar suministros, hasta su austero, deprimente e insalubre, refugio. Pero el carrito…el
maldito y necesario carrito, estaba encadenado en perfecta hilera a otros veinte más.
Llevaba con ella unas cizallas para la ocasión. Estaba preparada, ella siempre lo estaba,
por eso había sobrevivido al fin del mundo. Aunque el mundo seguía allí, los pájaros
cantaban, y los gatos y ratas, reinaban sobre la inmundicia y la enfermedad, pero los
muertos habían adoptado la mala e indecorosa costumbre de no permanecer muertos en
perfecta descomposición, célula a célula. Seguían siendo apestosos, e incluso se
descomponían lentamente bajo el Sol. Pero para desgracia de Sara, aún se movían y
buscaban la compañía de toda persona viva y desgraciada que se encontraran en su
rutina diaria, que consistía básicamente en deambular y soltar un sentido:
“Hugn…mmm…Hugn…”.
El muerto daba vueltas alrededor de los carritos en fila. Llevaba puesto su uniforme de
trabajo. Un polo azul y unos pantalones negros. Condenado a seguir por siempre, -o
hasta que su cuerpo se desparramara finalmente, haciéndose uno con el asfalto- en su
puesto de trabajo, cerca de los carritos de la compra. Sara nunca había tenido que
enfrentarse a ningún muerto que se negaba a permanecer tumbadito sin molestar.
Siempre había tenido la posibilidad de escapar, o pegar un rodeo. En su mano derecho
aferraba las cizallas, sin duda podría usarlas como arma. Pero no quería, no podía.
Quizá, si lo atrajera y después volviera corriendo hacia los carritos, tendría una
oportunidad de cortar la cadena en el tiempo transcurrido hasta que el diligente
trabajador, volviera a su perenne puesto de trabajo. Sara se armó de valor, se acercó lo
suficiente como para poder leer el nombre en la chapita de identificación. Se llamaba
Armando.
Armando se giró torpemente con la mirada perdida hacia Sara, emitió su típico,
“Hugn…mmm” y arrastró sus pies descalzos y desollados hasta la muchacha que tenía
enfrente suyo. Sara se preguntó el por qué de sus pies descalzos, quizá en algún
momento había necesitado todo el sigilo de que sus pies eran capaces, pero a juzgar por
los mordiscos en brazos y pies, no le había salido muy bien la jugada.
Sara lo atrajo con facilidad, alejándolo unos cincuenta metros de su principal objetivo
vital en aquellos instantes. Se sonrió con nerviosismo mientras recordaba cuales habían
sido sus anteriores objetivos vitales antes de aquello, irónicamente le parecían
gilipolleces sin importancia. Volvió corriendo hasta los carritos. Intentó con todas sus
fuerzas cortar una de las cadenas, pero no era capaz de romperlas por mucho que lo
intentaba. Armando ya estaba de vuelta, casi encima, de nuevo en su puesto de trabajo a
perpetuidad. Hacía mucho calor, demasiado, era verano. Sara no recordaba el mes, sólo
sabía que la temperatura llevaba siendo insoportable demasiado tiempo ya. No había
una sola nube y debían de estar a unos enfermizos 37º. Repitió el mismo proceso 5
veces más, con idénticos resultados. Se sentía mareada, Armando seguía tras ella,
siempre tras sus pasos, pues jamás se separaría de ella y su puesto de trabajo.
“Si tan sólo pudiera derribarlo de un golpe seco en ésa geta de imbécil…”
Pero Sara seguía sin verse capaz, no podría cargar con todos los suministros, y sólo de
pensar que tendría que hacer varios viajes esquivando a Armando, le daban ganas de
hundirse a sí misma la cabeza con las cizallas.
“Una vez más, vamos…”
Sara repitió la misma estrategia. Esta vez le costó muchísimo más. Tropezó dos veces
antes de alejarlo lo máximo posible. Volvió corriendo, con la ropa empapada de sudor,
aunque tenía la certeza de que ya no le quedaba una sola gota de líquido por expulsar.
Tenía la boca pastosa. Le dolían las sienes y el estómago. Tenía ganas de vomitar. Se
mareaba y Armando una vez más volvía a estar casi encima.
“Si al principio no tenía fuerzas, menos ahora…”
Y no le faltaba razón. Sara acabó desmayándose. Para cuando despertó, el calor ya no le
molestaba, ni sentía sed o cansancio, pero tampoco recordaba su nombre. Se había
convertido en ayudante permanente de Armando junto a los carritos de la compra.
Dedicados y perseverantes, con un mismo himno entonado por ambos día y noche.
“Hugn…mmm…Hugn…”.
Leer también:  La Dama Negra del Hospital de Badajoz

Deja un comentario